lunes, 6 de abril de 2009

HOY


Llueve. Llueve una lluvia fría y silenciosa, llueve con una inerte desgana. Salgo a la calle. Nada, ni un suspiro, ni una leve palabra, sólo la lluvia libre y desgreñada. Miro al cielo, oscuro y acabado, y dejo que la lluvia inunde mi frente, mis mejillas, mis ojos, mi estampa.
Tranquilo camino por las calles. No encuentro a nadie, ni un perro vagabundo, ni un gato fugitivo, ni un alma descarriada. Cierro los ojos y me siento aprisionado por mi indolente pasado y siento el fracaso de mi inquieta juventud. Me siento acabado.
Mas tarde los abro y me recorre una voluptuosa oleada de alegría y de amor. Ahora veo árboles, perfumados lirios, mariposas blancas, un sol que me sonríe esperanzado y un joven de tez clara, lacia cabellera, apuesto y decidido, cuya sonrisa me parece tan vital como su calma. Vestido con sus punteados jeans, ceñida su cintura con un cordoncillo de esparto, la armonía de su pecho cubierta con una camisa de cuadros y sus pies con unas someras sandalias de rojo cuero bordado me mira y disipa la soledad de mi alma.
Anudado el pelo en una airosa coleta y limpia la mirada se encamina decidido al encuentro de un horizonte infinito.
Y veo que, como aquél alegre día de una venturosa primavera cuando con la festiva luz del amanecer llegó a Cafarnaúm, de nuevo está aquí. Y que por las calles y plazas de los que habita en las tinieblas, él comienza a predicar, diciendo: “Arrepentíos porque se acerca el Reino de Dios”.
Y sé, que en este mundo de soberbia e impiedad, desde hoy sus palabras resonarán como el primer clarín en la cima de la voluntad de Dios.



Pedro Martínez Borrego
(Colaborador, amigo y paisano)

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