sábado, 5 de junio de 2010

GLORIA FUERTE

Escribir sobre la vida de una mujer que haya destacado por alguna razón no es difícil, ya que a través de los tiempos son muchas sobre las que podríamos hacerlo.

Rompo una lanza a favor de aquellas que no conocemos y que posiblemente lucharon y sufrieron por los demás, seguro que serían dignas de estar presentes en este Día de la Mujer.

Hoy mi protagonista es: Gloria Fuerte.

Nació en Madrid el 28 de julio de 1917 en el barrio de Lavapiés y en el seno de una familia humilde; su madre era costurera y su padre portero de finca.

A los cinco años escribía y dibujaba sus propios cuentos.

De pequeña la llevaron a un colegio de monjas, según ella muy triste, recordaba cómo le pellizcaban, porque en la letanía del rezo del rosario, se quedaba dormida.

Su madre murió siendo ella muy joven y pronto se puso a trabajar, empezó como secretaria, más tarde entra como redactora en una revista infantil, donde empieza a publicar semanalmente historietas y poesías para niños.

En 1951 creó el grupo femenino “Versos con Faldas” y durante unos años ofrece recitales y lecturas por café y bares de Madrid.

Organiza la primera biblioteca infantil ambulante para pequeños pueblos.

En 1961 se va a Estados Unidos, tras obtener una beca por su trabajo en literatura (y como ella comentaba) era la primera vez que entraba en una universidad, y lo hace para impartir clases.

Hay pocas mujeres poetas que gustara tanto a los niños y mayores, con su voz ronca, la escritura tan sencilla y sobre todo con su gran sentido del humor que le caracterizaba a la hora de escribir, basta con ver los títulos de algunos de sus relatos: “Ni tiro, ni veneno, ni navaja”, “Todo asusta”, “Canguro para todo” y “Poeta de guardería”, entre otras…

A lo largo de su vida le concedieron numerosos premios, también existe una fundación que lleva su nombre.

A mediado de los 70 colabora activamente en televisión en programas infantiles, donde ya se convierte en la poeta de los niños. Todos recordamos “Un globo, dos globos tres globos…” recibiendo en cinco ocasiones el premio Aro de Plata por su trabajo.

Ha escrito infinidad de libros, siempre dedicado a los niños, pero que como digo anteriormente agradando también a los padres…

Como muestra, escojo una parte de la poesía “El dentista en la selva”:

Y dijo el doctor dentista,

A su enfermera reciente:

Pon el cartel en la choza,

No recibo más pacientes,

Ha venido un cocodrilo

Que tiene más de cien dientes


Murió en Madrid el 27 de noviembre de 1998.

Aunque ya no está con nosotros, no la olvidamos fácilmente, como ejemplo valga este pequeño homenaje.

Isabel Arrieta.

martes, 1 de junio de 2010

CONVIVIENDO CON EL MAL DE ALZHEIMER


La sola mención de la palabra Alzheimer produce, en algunas personas, un tremendo escalofrío. Es durísima la experiencia de ver a un ser al que amas profundamente, que ha sido un ejemplo para ti, pero que ahora se va convirtiendo en “algo” prácticamente inanimado, que se va alejando de ti, deteriorándose mentalmente de una manera inexorable. Entonces te ves obligado ineludiblemente a echar mano de tus propios recuerdos que, aunque duelen al traerlos a la memoria, son los que te ayudan a conservar los lazos de amor y respeto que pugnan por desaparecer a causa de la enfermedad.

Es cierto que hoy en día existen un número creciente de instituciones y centros en los que se atiende, o se procura atender, tanto a pacientes como a sus familiares a fin de ayudarles a sobrellevar este terrible mal. Pero en la época en que yo tuve que enfrentarme a él, no había prácticamente nada.

Mi madre era una mujer físicamente fuerte y sana. Fui testigo directo de cómo se enfrentaba al abuso y el abandono por parte de mi padre y cómo, en plena posguerra, nos sacó adelante a mi hermano y a mí. Decía que era Dios quien le daba las fuerzas para seguir adelante. Siempre consideré a mi madre una persona muy especial. No tenía estudios, pero sí poseía una notable inteligencia natural y una mente inquieta que se nutría mediante la lectura. Procuró transmitirnos una conducta de vida de acuerdo con las enseñanzas de la Biblia. Por todo lo mencionado, y por muchas cosas más, es por lo que me causó un auténtico sobresalto descubrir que mi madre, precisamente ella, padecía un mal como es el Alzheimer.

El siguiente sobresalto me llegó con los consejos del doctor que me acababa de dar el diagnóstico sobre mi madre, quién, con su mejor intención, me aconsejaba internarla en algún centro, ya que ella vivía sola. Hizo un comentario que me sorprendió: los familiares de los pacientes, precisamente por estar involucrados sentimental y emocionalmente con ellos, tenían muy difícil ese continúo bregar con ellos. Enfatizó que estos enfermos solían destrozar las familias en el proceso de su enfermedad. Toda esta información, aunque muy útil, no alteró mi opinión de que exageraba y mi respuesta fue, quizás, un tanto prepotente, afirmando que no iba a tener demasiados problemas para manejar esta situación. ¡Cuántas veces, con lágrimas amargas, he recordado mis palabras y he pedido perdón al Señor por mi presunción! El Señor me enseñó, con el tiempo y las lágrimas que, si bien es cierto que ser cristiana hace la diferencia, no iba a ser tan sencillo como me lo planteé en un principio, que tenía por delante un largo camino de renuncias.

Yo por aquel entonces tenía un magnífico empleo que me había proporcionado el Señor y al que no estaba dispuesta a renunciar a no ser que Él mismo me lo indicase con toda claridad. Después del diagnóstico del médico de la Seguridad Social y teniendo en cuenta el comentario que hizo sobre la necesidad de internarla, mi hermano y yo estudiamos la conveniencia de una segunda opinión. Fuimos a un especialista que nos recomendó que la dejáramos vivir su vida como hasta entonces, eso sí, vigilándola un poco más. Aquello nos pareció más humano, y decidimos seguir sus consejos. Todo seguía su curso “normal”. Telefoneaba a mi madre un par de veces al día, y los fines de semana, excepto las noches, los pasaba con nosotros. Pero una tarde, preocupada por unos análisis que mostraban una fuerte anemia, me acerqué a su casa y abrí la nevera. Me horrorizó lo que vi. No había casi nada, pero lo que había, estaba podrido. Seguí mirando, ya seriamente preocupada, por armarios y cajones, donde encontré de todo: frascos de mermelada abiertos, paquetes de pan, etc., etc. Había perdido la capacidad de alimentarse. UNA CAPACIDAD PERDIDA. Me sentí muy triste. Después de mucho argumentar y exagerar teatralmente para asustarla, accedió a venir a casa a la hora de comer. Tuvimos una reunión familiar (celebramos “unas cuantas” a lo largo de aquella etapa), y mis hijos estuvieron de acuerdo en ocuparse de que hiciera las comidas con ellos, y acompañarla a su casa después para que se sintiera lo más “libre” posible. Esa fue una de las primeras grandes lecciones que aprendimos: que es esencial que la familia se una y apoye las decisiones que lleven a facilitar la vida del enfermo, aun a costa de sacrificios colectivos e individuales. Luego vendrían muchas más.

En otra ocasión, descubrí algo que me había estado molestando mentalmente y que no acababa de definir. Mi madre, tan razonable ella, ¡ya no razonaba! OTRA CAPACIDAD PERDIDA. Mi tristeza se iba ahondando. Cada día se me hacía más patente mi necesidad de sabiduría y fuerza de parte del Señor para hacer frente a una situación que parecía querer escapárseme de las manos. Algunas personas me comentaban que cuidar a un enfermo así era como volver a tener un bebé en casa. Pero, al contrario que con un bebé, al que ves de semana en semana aprender, a un enfermo de Alzheimer le ves “desaprender” continuamente, lo que conlleva un tremendo sufrimiento. Me convertí en la madre de mi madre, con lo que eso tiene de antinatural. Después, a raíz de un peligroso incidente con unas pastillas, me vi obligada a hablar con ella en tono pretendidamente enojado para que se viniese a vivir con nosotros. Y consintió. Pero aquel fue otro peldaño en su escalera descendente. Ya no podía vivir sola. OTRA CAPACIDAD PERDIDA.

No he mencionado hasta ahora, y debería haberlo hecho desde el principio, que una de las grandes carencias de mi carácter era la paciencia. Ahora, esa carencia se hacía dolorosamente patente. Huelga decir que mi vida de oración se había vuelto muy repetitiva. Se podía considerar obsesiva mi petición al Señor por ánimo y paciencia para tratar a mi madre. Mi amor y admiración hacia ella no habían disminuido, pero se había incorporado un elemento nuevo, desconocido para mí hasta entonces en mi trato con ella. Era un enfado, una irritación profunda contra la enfermedad. Yo luchaba contra la enfermedad, pero la enfermedad estaba en ella. Resultado: ¡yo estaba luchando contra mi madre! ¿Cómo era posible que no fuera capaz de tratar a mi madre como se merecía, con el cariño y la ternura que corresponde una persona en semejante situación?

En cuanto a mi madre, se hacía evidente que cada día era más vulnerable, más dependiente de mí para todo. Tanto era así, que yo casi no tenía tiempo de reaccionar y adaptarme a cada nuevo cambio. Cuando quise venir a ver, ya no hablaba en absoluto. OTRA FACULTAD PERDIDA. Es importante, al menos para mí, que las últimas palabras claras que escuché de sus labios fueron: “¡Gloria a Dios!” en voz baja, como musitando. Lo repitió varias veces. Fue cuando, una mañana , al sacarla al salón a su sillón acostumbrado, miró por la ventana al cielo y dijo aquella frase repetidamente.

Ocurrió que a medida que iba pasando el tiempo y ella iba empeorando, me encontré con que me era muy difícil encontrar personas que quisieran cuidar de ella durante las horas que la familia estaba fuera, con los estudios, trabajos, etc. Incluso para mí era difícil porque, aun sabiendo que era la enfermedad la que hablaba por ella, me resultaba insoportablemente penoso oírle decir que ya no era su hija, que era “su enemiga”, y que lo que yo quería era que se muriera... Nunca fue agresiva en el sentido de pegar ni nada parecido. A lo más que llegó fue a dar algún empujón o manotazo. Pero era maestra en herir con la lengua. El médico me había mencionado que estos enfermos suelen mostrar su peor faceta con la persona con quien tienen más confianza, y que seguramente me iba a tocar a mí “ser la mala de la película”. ¡Y cuánta razón tenía! Empecé a orar. Al día siguiente, al llegar a la oficina, me avisaron de que el Director quería verme. Cuando entré, me dijo que la empresa había decidido cerrar las oficinas de Madrid, y que todos los empleados iban a ser despedidos. Luego, con una gran sonrisa, me dijo: “Pero tú no tienes que preocuparte, porque te he conseguido un empleo con otra empresa importante”. Me quedé pensativa por un instante, y luego le contesté: “No te preocupes, porque ya tengo otro empleo esperándome”. Yo le había dicho al Señor que sólo dejaría aquel empleo si Él me lo quitaba. Acababa de hacerlo, cerrando las oficinas. Había orado por alguien que tuviera la actitud adecuada y el interés necesario para cuidar a mi madre. Dios me había contestado.

Pedía al Señor que me hiciera más sensible y me diera el carácter que necesitaba para darle a mi madre el cariño y cuidados que merecía. Lo que más me entristecía era repetir la misma oración, día tras día, y no ver el resultado. Me decía a mí misma: ¿Qué ocurre? Llegué a tal grado de desesperación que incluso pedí al Señor que me quitara la vida si yo no era capaz de darle a mi madre en sus últimos años de vida lo que merecía. Cuando alcancé aquella posición delante de Dios, El tuvo misericordia, no sé si más de mí que de mi madre; ciertamente de las dos. Lo cierto es que un día, estando en oración, por fin me di cuenta de dónde radicaba el problema. La situación era tan imposible para mí, que no creía que Dios me concediera lo que le estaba pidiendo. ¡Había estado clamando por ayuda sin creer que esa ayuda fuera posible! Tenía que creer que Él podía eliminar los obstáculos que impedían mi avance hacia la vida de descanso y confianza prometidos en Su Palabra. Después de pedir perdón por mi incredulidad, le dije al Señor que, desde aquel momento en adelante, iba a recibir y disfrutar la bendición que Él ya me había dado, seguramente al principio de mis oraciones, pero que yo no había sabido aprovechar. Vivir por fe cobró, desde entonces, una dimensión nueva en mi vida. Empecé a recibir la sabiduría que había pedido para tratarla; descubrí un sentimiento de ternura que me era totalmente desconocido y que me permitió disfrutar de la compañía de una persona que no podía comunicarse conmigo. ¡Qué precioso! Parecía que por cada capacidad que mi madre había perdido, yo iba ganando otras. Tiempo después, leí un libro que explicaba que aquella irritación, la rebeldía y los espantosos sentimientos eran pasos de un proceso común en todos los cuidadores de estos enfermos. Fue un consuelo saber que no era yo la única que había sentido todo aquello que me había hecho odiosa a mí misma.

Relataré ahora otra de las maneras en que el Señor me bendijo a raíz de toda esta situación. Cuando, por las mañanas, todos salían a sus quehaceres y yo me quedaba a solas con mi madre, después de asearla y colocarla en su sitio “favorito” y como ella no me podía distraer con su charla, descubrí un momento maravilloso, sin prisas, durante el cual el Señor y yo nos comunicábamos como nunca antes lo había hecho.

Poco a poco iba entreviendo que había más de un propósito de Dios en toda esta situación. Estaba la familia, el testimonio, y estábamos todos nosotros aprendiendo a vivir confiando en Dios y dependiendo de Él día a día. Mi paciencia estaba siendo ejercitada y tenía una vida satisfecha. La Marta de antes era absolutamente incapaz de sentir y actuar como ahora lo hacía. Agradecía al Señor, y le daba gloria porque Él era el autor de todo este cambio.

Cuando ahora vuelvo la vista atrás, soy consciente de las muchas bendiciones recibidas durante aquel período, lecciones preciosas que, no solo me facilitaron la existencia entonces, sino que aún hoy son aplicables muy a menudo. El dolor de ver el deterioro continuado de mi madre no me abandonó nunca mientras vivió. El médico me comentó que estos enfermos solían vivir entre 5 y 7 años después de manifestarse la enfermedad, pero mi madre vivió más de 13 años con ella. Yo apenas podía moverla sola, la mayor parte del día no había nadie a quien recurrir y había que asearla, vestirla, moverla, cambiarla de posición, levantarla y acostarla en la cama. Por eso, la doctora me suministraba toda clase de material que me pudiera facilitar el trabajo, envió una enfermera a casa para que me enseñara a curarle las escaras que ya por aquel entonces eran nuestro azote, me facilitó jeringuillas para alimentarla cuando se “olvidó” de tragar la comida. No fue fácil, pero no por lo que se refiere a lo físico. Los inconvenientes físicos eran todos solucionables. Lo difícil era el dolor emocional de ver desaparecer poco a poco a la persona que yo aún recordaba y que no se parecía gran cosa a lo que quedaba de ella. Lo que se veía era una ancianita de pelo muy blanco, un poco encorvada (estaba a punto de cumplir 82 años), incapaz de conocernos, de moverse, de hablar, de comer, de valerse por sí misma. Lo único que no cambió en ella fue la expresión inteligente de sus ojitos claros y su leve sonrisa, mostrando que estaba en paz con el mundo, y sobre todo, con Dios.

No estaría compartiendo estas experiencias aquí si no quisiera ser absolutamente sincera. Mi propósito es que, aunque yo no quede en muy buen lugar al desvelar mis luchas y sentimientos, sí deseo que quede claro aquel principio que navegaba por mi mente cuando supe de las complejidades que la enfermedad entrañaba: que para un cristiano, estas situaciones se pueden vivir en victoria, y no como las viven “los que no tienen esperanza”.

Nunca pasó por mi mente pedirle al Señor que se llevara a mi madre con El. A partir del momento en que renuncié a mi autosuficiencia y acepté la ayuda que Dios me había estado brindando, tuve cada vez más intensamente el convencimiento de que era necesario que yo viviera aquella situación, y me dispuse a sacarle el mayor provecho posible. Daba gracias a Dios por el privilegio que me estaba dando de cuidar a mi madre en esa dura etapa de su vida. Un día, su respiración se hizo fatigosa, se negó a ingerir alimento, y decayó visiblemente. La doctora me dijo que su corazón estaba fallando. Aquella noche sí le pedí al Señor que tuviera misericordia de ella, que no la dejara sufrir más y se la llevara. Su respiración era tan fatigosa que sentía la necesidad de respirar por ella mientras la contemplaba. La noche se me hizo larga. El día siguiente, a mediodía, el Señor se la llevó.

Durante semanas me pareció verla sentada en su sillón, o en su cama. Aún hablaba con ella de vez en cuando; acostumbrada como estaba a que no me respondiera, apenas notaba la diferencia de que ya no estaba físicamente conmigo. En esos momentos, cuando las lágrimas pugnaban por asomar, me venía a la mente el pensamiento de cómo estaría ahora. En la presencia de su Señor, con su mente totalmente lúcida, gozándose y haciendo otra cosa que le gustaba mucho, cantar, y con la certeza de que el Señor le había concedido algo muy especial: seguir enseñando a su torpe hija, incluso durante los peores días de su oscuridad mental... Fue una madre útil hasta el último día de su vida en la tierra.

Deuteronomio 5:16

Por Marta Arenzana Ibán